Allá por el año 1970, había una escuela chica, cálida, acogedora; algunos la llamaban “la escuelita”; que crecía al amparo de la Virgen de Guadalupe. Se había fundado para dar respuesta a una demanda social, a una necesidad de las familias del barrio respecto de la formación integral de sus hijos.

Ingresé como maestra jardinera para hacerme cargo de la Sección de Preescolar, un grupo numeroso de varones de cinco años, que funcionaba integrada y dependiendo del Nivel Primario.
Era mi primera experiencia docente y nos encontrábamos los chicos y yo, ante el maravilloso desafío de enseñar y aprender.

Al año siguiente se creó una sección para alumnos de cuatro años. Había que equiparla totalmente. Era un proyecto ambicioso, pero contábamos con la valiosa colaboración de las familias, entonces… ¡Manos a la obra!
Los papás, las mamás y las maestras pusimos todo nuestro entusiasmo para concretar el proyecto; los sábados por la tarde entre mates, tortas y bizcochitos pintamos sillitas, armarios, mesas, hamacas, hicimos huerta y jardinería, equipamos rincones de juego, construimos instrumentos musicales…

Pasaron unos años…

El jardín contaba ya con dos docentes especializadas, dos salas, un patio, parque y sanitarios nuevos, todo adaptado a los requerimientos de los más chiquitos.

Para responder a nuevas demandas de la comunidad se abrió la inscripción para incorporar nenas, en su gran mayoría hermanitas de los alumnos que cursaban en la escuela. Así se inicia una experiencia de coeducación que enriqueció el aprendizaje y la convivencia.

Las actividades cotidianas, recuperaban la realidad como contenido y estaban orientadas a desarrollar las diferentes capacidades de los alumnos y alumnas, respetando sus conocimientos previos, esos adquiridos en sus hogares con sus padres y sus abuelos. Es así, que se podía fantasear, preguntar, pensar, cantar, dibujar, pintar, expresarse con el cuerpo, dramatizar. Se realizaban actividades al aire libre y en contacto con la naturaleza, descubriendo a Dios en ese mundo natural y social. Se hacían recorridas por el barrio, compras en los comercios; talleres de cocina con los papás y las mamás que eran muy divertidos y un gran recurso de aprendizaje; se compartía la merienda…

¡Todo se hacía jugando! Todo apuntaba a que los chicos y las chicas disfruten de una niñez sencilla y despreocupada, donde cada uno aprendería a su ritmo disponiendo de diversos elementos, pero sobre todo disponiendo de la libertad para explorarlos.

La articulación del nivel inicial y nivel primario fue una prioridad institucional. Se organizaron reuniones de equipos docentes que, en un marco de respeto, creatividad y unidos por un fuerte vínculo afectivo, posibilitaron intercambiar experiencias, analizar, reflexionar y evaluar la práctica pedagógica, planificar la tarea; en síntesis, ejercer una función crítica que permitiera cultivar el propio desarrollo y el desarrollo de la comunidad educativa, aspirando a construir entre los niveles, una verdadera unidad pedagógica.

Cumplí distintas funciones en la institución, maestra jardinera, secretaria docente y vicedirectora.

Año tras año, el nivel inicial recibía el tesoro más preciado: la infancia. Los hijitos de muchos de mis ex alumnos, ya hombres, jugaban y aprendían en el patio del jardín…

Pasó el tiempo, casi sin darme cuenta, en el año 2005, llegó el momento de jubilarme, dejar la escuela que tanto quise, donde entregué y recibí los más sinceros sentimientos y aprendizajes de mis compañeras y compañeros a quienes llevo en mi corazón.

Convocados por los lineamientos del Padre Trucco, desde todos los roles, desde todos los ámbitos, los docentes y las docentes de la escuela sostuvimos y llevamos adelante un proyecto educativo que consideraba a la familia como primera responsable de la educación de sus hijos. Un proyecto educativo donde lo más importante fue y seguirá siendo formar buenas personas y que amen el saber.